«Y en el recuerdo, milenario.

Descansan pinturas en la lejana cueva

que renacen a la vida cuando prudentes, imaginamos

posar nuestras manos allí.» 

Patrimonios Culturales Mundiales

La Convención para la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de la Unesco de 1972 manifiesta  la necesidad de identificar parte de los bienes inestimables e irremplazables de las naciones. La sola idea de la pérdida de cualquiera de esos bienes significaría una perdida invalorable para las generaciones presentes y futuras.

Se inicia así la utilización de la expresión «desarrollo sostenible» ya que la conservación del Patrimonio Natural y Cultural supone una contribución clave al desarrollo del sitio y de su entorno. Son emplazamientos  que gozan de un valor universal excepcional reconocidos por la comunidad internacional y que bien valen  ser protegidos, conservados, administrados y  monitoreados  de manera particular.

Al abrigo del río Pinturas

Como en medio de la nada, en la estepa patagónica argentina de la provincia de Santa cruz, rodeada solamente – en centenares de kilómetros-  por el incesante murmullo  del viento patagónico, se descubre a nuestros  ojos el Cañadón del río Pinturas.  Mágico espacio, entre los fuelles de los  imponentes  paredones, se descubre el arte rupestre que nos aguarda desde hace 9300 años  y es la Cueva de las Manos: allí  habitaron pobladores que estamparon su arte y nos rebelaron parte de su vida.

 Estampas de manos, guanacos y figuras geométricas como sellos en la piedra de la cueva constituyen la más antigua expresión de los pueblos amerindios  que se tenga conocimiento. La Unesco en 1999  nombró a este emplazamiento como  Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Sitio arqueológico y paleontológico, con  170 metros de profundidad pleno de manos que se brindan a las nuestras, animales  que fueron su alimento y nos  expresan sus costumbres, sus intereses, nos cuentan cómo cazaban.

Leyendas imaginarias

El siguiente es un relato es imaginario y  fue tomado  del libro “Llegar a un mundo nuevo. La arqueología de los primeros pobladores del actual territorio argentino”.

 “No era un grupo muy numeroso; habían acampado allí, cerca del manantial. Las mujeres estaban sentadas alrededor del fuego y, mientras algunas curtían los cueros, otras cocinaban o amamantaban a sus hijos. La charla iba y venía en torno al regreso de las compañeras que habían partido hacia la cañada cercana en busca de raíces y huevos. Varios chicos rodeaban a una anciana que relataba las hazañas de los antepasados; ella les cantaba canciones que las más jóvenes aprendían con avidez. Los hombres reparaban lanzas esperando ansiosos la llegada de los exploradores.

Al abrigo del viento

El llano era una extensión blanca y vacía que sólo interrumpieron los viajeros cuando regresaron y agitaron la calma del grupo con sus novedades; les contaron que más allá, hacia el sur, habían visto buenas tierras de caza con abundantes manadas de guanacos. Las mujeres fueron a llamar a las que se encontraban más alejadas y luego se sumaron al grupo de hombres que conversaban animadamente sobre el mejor camino a seguir. Mientras desarmaba presurosos el campamento, una anciana se agachó sobre el fuego y, con sumo cuidado, guardó algunas brasas en el cartucho de cuero. Entonces, lentamente, cargados de sus bártulos y críos, todos emprendieron la marcha que les llevaría unas tres jornadas. Así, sin saberlo, este grupo de hombres, mujeres y chicos, entró por primera vez y se instaló en lo que hoy es el territorio argentino”.

El verano y las aguas cristalinas

Cuenta la leyenda que siendo “verano, la niña adolescente escuchaba el rumor de las cristalinas aguas del río que unos momentos antes habían acariciado su hermoso cuerpo, haciéndolo estremecer con el frío que traía desde las cumbres nevadas. Ahora el sol besaba su cuerpo desnudo haciendo resaltar aún más la belleza de su piel morena devolviéndole el calor llevado por el río en el agreste paisaje patagónico.

   Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades.

Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta.

Aleros de piedra

   El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo.

   Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz.

     El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río.

Belleza estival

   Todo era belleza y amor en la hermosa tarde, nada hacía sospechar que una gran roca rodaría desde lo alto, alcanzando a la muchacha que quedó desvanecida al resultar herida por el golpe recibido tan imprevistamente.

El joven se apresuró a socorrerla, pero vio cómo otras piedras amenazaban caer sobre ellos; entonces, corrió para sostenerlas evitando que pudieran sepultar a la princesa mientras pedía auxilio a la toldería.

   Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada.

     Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.

Las lunas por venir

       En agradecimiento a la casi milagrosa salvación de su hija, el cacique eligió ese lugar para las rogativas religiosas que se celebraban todos los años, incluyendo en las ceremonias la impresión de nuevas huellas de manos para sostener las rocas durante las miles de lunas por venir.”

Ernesto Aníbal Portilla: Autor; Adriana Cristina Portilla: Ilustración; Derechos de autor Ley 11723; Registro de derecho Nº 731566; (Del libro «Era verano»).

Recomendamos leer http://www.cuevadelasmanos.org/pdfs/Manual_En_tus_manos_Cueva_de_las_Manos